¿Políticamente correcto?
O cómo sobrevivir con una opinión personal al clima de época. —Por Vik Arrieta
Hola happimessy! Hoy había preparado una nota sobre el trabajo, que en el marco de una huelga general en Argentina, no me pareció atinado compartir. ¿Por qué? Yo creo que vos y que todos mis otros lectores seguramente hubiesen arqueado una ceja, conflictuados, ensayando una explicación de por qué hablaba de un tema tan central en un día tan político. No hubiesen estado errados, para nada: el contexto —como les vengo repitiendo en tantas ocasiones— es parte del mensaje. El tema es que no siempre “controlamos” el contexto: por situaciones imprevistas o por descuido. Por lo que a la hora de “leer entre líneas”, también hay que frenarse antes de abrazar conclusiones.
¿Soy yo o esto se volvió complicadísimo hasta para una licenciada en Comunicación?
“The truth has become an insult.” (La verdad se ha convertido en un insulto).
― Chimamanda Ngozi Adichie, Half of a Yellow Sun
Hoy quiero hablarte sobre lo que nos pasa alrededor de “compartir una opinión en la Era de la Reputación”. Y no, no me refiero a una era de Taylor Swift —aunque sí, un poco, ya vas a entender— y definitivamente no a una canción de Arjona. Se trata de algo que nos está pasando en relación a los permisos que nos damos para compartir lo que pensamos. Es una opinión personal y una hipótesis: te invito a que me digas todo lo que vos pensás en los comentarios. Y para que comentar te sea más sencillo, descargate la app de Substack y suscríbete.
Yo opino
¿Te diste cuenta que cada vez está más claro quiénes hablan (y pueden hablar) de política y quienes no mencionan nada públicamente (y el consenso tácito es que “no deberían”)? Algo nos pasó, que hizo que perdamos la “polémica en el bar” (¿sub 30?, googlee) o la posibilidad del ágora en el cotidiano. Si bien el ágora griega era literalmente “la plaza pública”, hoy el espacio “plaza-movilización” no funciona de la misma manera o con el mismo espíritu: los griegos se juntaban a conversar sobre cómo resolver problemas comunitarios (más acorde a lo que debería ser el espíritu del Congreso) y no a manifestarse grupalmente en contra de un poder o ley. Básicamente, se podía charlar entre todos.
Hoy charlar entre todos está complicado. Más allá de la creciente intolerancia a la opinión ajena (venga fundada esta por datos o emociones), reforzada permanentemente por el sesgo de confirmación, nos persigue el problemita de la reputación. Las redes sociales hicieron muy visible y muy vulnerable nuestra reputación: ese capital social que acumulamos a fuerza de sostener y demostrar nuestros valores con coherencia en el tiempo, a través de nuestras acciones (y lo que decimos).
Incluso sin darle mucha vuelta al análisis, todos podemos percibir que es un capital que se puede perder fácilmente con una mala decisión… y la cosa no está para andar perdiendo capitales de ningún tipo. Por ende, cuando hoy alguien se arriesga su reputación al emitir una opinión sobre un tema social o político, se produce una tensión: nos toca a todos los demás decidir si vamos hacerle bajar el valor a su capital social (con una crítica, un “te dejo de seguir”, un “no te compro más lo que hacés”) o si por el contrario, le hacemos “subir la valoración” (con un me gusta, te sigo, etc).
Suena recontra capitalista, ¿no? Bueno, lo es.
Esto se hizo posible, nuevamente, porque nuestra reputación entró a cotizar (sin que nos percatáramos) “en bolsa”: si, en las redes sociales. Con sus botones de “seguir” y “me gusta” instalaron una lógica novedosa. Las otras modificaciones tecnológicas vinieron, primero, por escala: antes, tu opinión la escuchaban un puñadito de personas, hoy ese número está multiplicado. De repente, muchas personas se adueñan de la posibilidad de “operar” con tu imagen. Y no se trata de cuánto te importa a vos, sino de cuánto les importa a ellas.
Segundo, por contexto: las personas en las redes no tienen todo tu historial ni contexto (no te conocen realmente), por ende, sus recursos para valorar tu reputación son muy acotados. No solo eso, sino que además el contexto que rodea tu mensaje puede ser un mensaje de otro usuario que acaban de leer y se quedó impregnado en su mente. Llegan a lo que decís vos en el segundo siguiente y no pueden discernir claramente si todo viene dentro del mismo sanguchito. ¿Se entiende?
Tercero, el archivo: todavía no manejamos bien la idea de que somos seres que pueden evolucionar y cambiar de opinión, ¿no es cierto? Quizás queremos que los otros permanezcan como constantes así podemos controlar el mapa social por el cual nos movemos. Cuando alguien cambia de opinión o muestra una faceta nueva, en general es etiquetado de “panqueque”: débil, poco confiable, ya dejará ver lo que piensa por dentro realmente… y ojo, no te acerques mucho que te mancha.
En fin. La discusión cultural y “ciudadana” se volvió misión imposible. Ni hablar si encima ese “capital social” se traduce en unos pocos pasos en capital monetario: los profesionales no pueden opinar, las marcas menos. Por ende…
Calladitos la boca
La pregunta sería ¿por qué hay gente que puede tener una opinión pública y gente que no? ¿En qué momento trazamos esa línea? ¿Quién o quiénes la dibujaron?
Para no caer en la conspiranoia hay que buscar datos concretos que nos ayuden a navegar lo que nos pasa. Lo cierto es que, cuando hablamos de cultura, no es tan fácil anclar los puntos que generan los cambios profundos que nos van moviendo en masa hacia nuevas formas de pensar el mundo: todo es multicausal. Pero creo que podemos encontrar un camino a la comprensión a través de estudiar la historia y de agregar fuentes diversas. La diversidad de las fuentes tiene que estar dada no solo por el “color político” sino principalmente por el origen de los fondos que sustentan cada publicación. Lo mismo para el caso de la tecnología: miremos la historia, miremos quiénes y miremos sobre todo quiénes invirtieron en darle más power a una idea.
Ahí están las verdaderas pistas de las estructuras que van sosteniendo la realidad que podemos construir en nuestro imaginario colectivo. ¿Es fácil? No, para nada.
La transparencia sigue siendo un gran objetivo para la justicia en el mundo. Por eso que creo que, aunque nos juguemos un poco nuestro capital social en un posteo, es importante que sigamos siendo transparentes y le dejemos ver a los demás cómo estamos pensando. ¿Por qué? Porque si no, no hay diálogo.
Si se corta el diálogo, se cortan los puentes y las posibilidades de encontrarnos en un territorio común, de pasar de ser individuos a ser comunidad. Y la comunidad es valiosa, porque mejora nuestra vida.
Pero para exponernos —con responsabilidad, lo que para mí es igual a decir “con amor”— primero tenemos que entender muy bien la verdadera fuente de nuestro valor, la que sostiene todo ese capital social y es capaz de restituir nuestras arcas todas las veces que sea necesario.
No me callo nada
Mi amiga hermosa May Groppo nos pasó hace unos días un episodio de podcast muy valioso —está en english, pero les paso la transcripción para traducir en DeepL— que creo que viene al caso. ¿Podemos recuperar el coraje para mostrar por completo cómo somos (y pensamos)? ¿Cómo? ALOK tiene algunas ideas valiosas. (Si querés que retome este episodio en otro Jueves de Happimess, escribimelo en comentarios o respondeme al email).
Para poder dar una opinión en forma pública, es clave tener bien claro lo que queremos decir, sino podemos cometer el famoso “tiro en el pie”… no porque digamos algo “mal” sino porque dijimos algo que no era lo que queríamos decir: escribir y editarse es una virtud. Todos hablamos y escribimos mal si lo hacemos rápido y no nos releemos.
También es importante informarnos (buscar datos, tratar de llegar a la fuente), chequear los contextos, y si vamos a referirnos a una opinión ajena o propia, encuadrarlo como “opiniones” y no “verdades fácticas” (un problema importante de época también, todo se presenta como un dato y eso es un error). Una opinión es una mirada subjetiva, un punto de vista y no una verdad revelada.
Para seguirla:
Insisto en los comentarios porque creo que tenemos que quebrar el hielo y es mejor si nos sentimos acompañados. Quizás es empezar por reconocer “tengo miedo de decir lo que pienso públicamente” y ya es un montón.
Como les comentaba, me gusta el ejercicio de escuchar opiniones diferentes porque entrena mi capacidad de discernir verdades vs. puntos de vista y de escuchar cosas que puedo o no puedo compartir, sin prejuzgar (no es fácil, por eso es un ejercicio) y sin tomar acción inmediata, solo porque ese “otro” me provoca. Cuando consumo medios de noticias tengo la costumbre —incorporada desde la Universidad, pues de eso se trata mi carrera— de ir chequeando una misma noticia o momento mediático en diversas fuentes. Dado que hoy es un día políticamente especial, les dejo dos episodios de podcast más que yo estuve escuchando sobre la situación actual en la Argentina, que son columnas de opinión con matices diferentes: Revista Crisis y Carlos Pagni en LN+. Para seguir pensando quiénes opinan, cómo, desde qué lugar y qué nos pasa con esto en relación a nuestro propio derecho a opinar.
Y finalmente, una canción muy divertida para sacarle un poco de peso a todo, que sonó en mi mente muchas veces desde que empecé a escribir esta nota (y que además es una joya de oportunidad si todavía no conocías 31 Minutos):
Y un meme para pensar:
¡Hasta la próxima!
Hola vik! Me interesa lo de alok!! Algun jueves podes contarnos mas? Gracias!
Me encantó! Creo que uno de los síntomas de la época es la falta de compromiso y uno esto con lo que escribes, porque nos cuesta mucho arriesgar con una opinión por miedo a la desaprobación, al final todos queremos sentirnos parte y una opinión puede costarnos el rechazo o "cancelación", como bien lo explicas, pero también es muy alto el precio de quedarnos callados, sin compromiso no hay libertad...